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Carlos Umaña posa con la medalla del Premio Nobel de la Paz que consiguió  la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares en 2017

Para acabar con las armas nucleares, primero hay que estigmatizarlas

Texto: Jaime Fernández, Fotografía: Jesús de Miguel - 17 jul 2024 00:00 CET

Las armas químicas perdieron todo su prestigio y prácticamente desaparecieron, al igual que ocurrió con las minas unipersonales. Ahora les ha llegado el turno a las armas nucleares, o al menos así lo piensa Carlos Umaña, miembro del grupo internacional de la ICAN, la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares, que ganó el Premio Nobel de la Paz en 2017. Umaña ha impartido una de las conferencias extraordinarias de los Cursos de Verano de la UCM en San Lorenzo de El Escorial, en la que ha repasado las consecuencias desastrosas que podría tener para la civilización humana una guerra nuclear a gran escala. El conferenciante considera que “es importante asustarse para saber que tenemos la capacidad de hacer algo al respecto”.

 

Carlos Umaña ha explicado en su charla que, en la actualidad, hay 12.150 ojivas nucleares en el mundo, sobre todo en Rusia y Estados Unidos, y que desde las bombas de Hiroshima y Nagasaki se han producido unas 2.060 detonaciones a lo largo de la historia, muchas de ellas en zonas con población indígena, como las del atolón de Bikini en los años cincuenta del pasado siglo, que provocaron radiación, malformaciones en recién nacidos y una alta incidencia de diferentes tipos de cánceres.

 

De todas las cabezas nucleares existentes, en torno a 2.000, de acuerdo con Umaña, están en estado de alerta máxima, listas para ser detonadas en un minuto. Y frente a ellas no hay escudo antimisiles efectivo, así que la única reacción frente a un ataque sería, probablemente, un contra ataque.

 

Asegura el conferenciante que, si se tratase de un conflicto a pequeña escala, con unas decenas de misiles nucleares involucrados, el hollín que sueltan las detonaciones llegaría a la estratosfera y produciría una bajada inmediata de 1,5 grados centígrados en la temperatura mundial, afectando a los cultivos de arroz, soja, maíz y trigo, lo que provocaría la muerte por inanición de unos 2.000 millones de personas en todo el planeta.

 

Pero si el conflicto fuese de cientos de armas nucleares, en un enfrentamiento entre Rusia y Estados Unidos, se calcula que la temperatura bajaría unos 25 grados de golpe, produciendo lo que Carl Sagan denominó, un “invierno nuclear”. Eso llevaría, con toda probabilidad, al fin de nuestra civilización e incluso a la desaparición de nuestra especie.

 

Conociendo eso, Umaña opina que la única opción es enfrentarse al armamento nuclear solicitando su desaparición, como ya se ha hecho con el Tratado para la Prohibición de las Armas Nucleares que se aprobó en Naciones Unidas en 2017. Eso sí, los firmantes, de acuerdo con el ponente, fueron los países que no tienen armas nucleares ni acuerdos estratégico-militares con estos. Según él, suscribir este acuerdo es cuestión de tiempo y paciencia, y confía en que lo vayan firmando en cascada o, como si se tratara de las capas de una cebolla, desde esos primeros países hasta llegar al núcleo duro de las nueve naciones que en estos momentos tienen armas nucleares declaradas.

 

Aparte de ese Tratado, considera Umaña que es imprescindible que haya una condena global como ha ocurrido con otro tipo de armas y que, poco a poco, se vaya cambiando el significado que tienen las armas nucleares, y que dejen de ser una proyección de poder para ser un armamento totalmente estigmatizado a nivel mundial.

 

Carlos Umaña advierte de que en estos momentos estamos más cerca que nunca en la historia de un posible conflicto nuclear, dato que confirma el simbólico reloj del apocalipsis, que se creó en 1962. Si en los años duros de la guerra fría, estuvimos a tres minutos de la medianoche, en estos momentos nos encontramos ya a noventa segundos. Y ese riesgo ha aumentado por las declaraciones incendiarias de los líderes de los países nucleares; por las crisis climáticas, que tienen el potencial de generar conflictos bélicos, y por la falta de comunicación que existe actualmente entre Estados Unidos y Rusia, que puede hacer que una falsa alerta se convierta en el detonante de un ataque nuclear real.