INVESTIGACIÓN

Elena Santos Ureta ha impartido el webinar "Una imagen vale más que mil palabras. De un bloque de tierra al primer enterramiento en África”

Así se descubrió el enterramiento humano más antiguo del continente africano

Texto: Jaime Fernández, Fotografía: Jesús de Miguel y CENIEH - 11 jun 2021 10:39 CET

Elena Santos Ureta, bióloga complutense e investigadora postdoctoral del Centro UCM-ISCIII de Evolución sobre el Comportamiento Humano, ha impartido el webinar “Una imagen vale más que mil palabras. De un bloque de tierra al primer enterramiento en África”, ofrecida por la Fundación General de la UCM dentro del ciclo de conferencias La Biología en los Medios, de la Facultad de Ciencias Biológicas. Santos forma parte del equipo multidisciplinar de 36 investigadores que han firmado el artículo sobre el enterramiento humano más antiguo que se ha encontrado en África y que ha sido portada de la revista Nature.

 

Confiesa Elena Santos Ureta que su mentor, Juan Luis Arsuaga, siempre dice que “la mente del humano está hecha para contar historias, así que la investigación hay que contarla de esa manera, porque al final es lo que a uno nos queda”. Por tanto, aquí sigue la historia de ese enterramiento, tal y como nos la cuenta la propia Santos Ureta.

 

78.000 años en el pasado, sin que podamos conocer las causas, falleció un niño en una zona de Kenia, no demasiado lejos de la costa. Alguien, probablemente un familiar, movido por “la necesidad que tiene el ser humano de despedirse de los seres queridos”, buscó un lugar especial para darle reposo eterno y lo encontró en “una cavidad con unos veinte metros de altura, con un microclima increíble, que es el actual yacimiento de PangaYa Saidi, un lugar que incluso en la actualidad se utiliza para algunos rituales”.

 

Allí abrireron un agujero y “con mucha delicadeza” se colocó al niño, probablemente sobre una almohada hecha con materiales vegetales y con algún tipo “mortajita”, tal y como ha representado el ilustrador asturiano, Fernando Fueyo, a ese niño que parece dormido.

 

Junto al cadáver se han encontrado además conchas de caracoles, que podrían formar parte del ritual, o quizás no, porque como asegura Santos Ureta se trata de conchas de Achatina fulica, caracoles gigantes necrófagos, que no se sabe si se pusieron allí para adornar o si simplemente llegaron para comer.

 

El descubrimiento

Pasó el tiempo, los órganos desaparecieron, las costillas colapsaron, la almohada se desintegró haciendo que la cabeza basculase, y todo el conjunto se fue cubriendo con más y más sedimentos, aplastando los restos. Mucho después, en 2010, se comenzó a excavar una parte de la cueva, y allí se encontró mucho material de industria lítica, elementos en hueso, adornos, ocre… Hasta que en 2012 apareció una manchita en el suelo que pronto se vio que era un sedimento distinto, con una micromorfología diferente.

 

Los arqueólogos keniatas realizaron, de acuerdo con la bióloga, un trabajo excepcional y tuvieron la delicadeza de ir recuperando muchos fragmentos de hueso, pero como vieron que se les deshacían en la mano decidieron consolidar unas manchas blancas que iban apareciendo. De todos modos, y como se veía que lo que había allí se deshacía, se decidió protegerlo, sacar el bloque entero y llevarlo al laboratorio del Museo Nacional de Kenia, en Nairobi, para estudiarlo allí. Lo primero que encontraron fueron dos dientes, que enviaron al Instituto Max Planck de Ciencia de la Historia Humana (Jena, Alemania), desde donde llamaron a María Martinón, directora del Centro Nacional de Investigación de Evolución Humana (CENIEH), y experta en dientes de homínidos. Martinón vio enseguida que eran humanos y pidió permiso para llevarse los restos a Burgos, al laboratorio de restauración de fósiles humanos, donde se reveló que el bloque contenía mucho más que esos dos dientes.

 

Los análisis

Explica Santos Ureta que trabajar con ese material era como “excavar cenizas, porque enseguida se degradaba todo”. A pesar de eso, gracias a microtomografía vieron diferentes huesos como la columna vertebral, las costillas, la parte interna del cráneo y unos dientes abiertos, con la dentina, lo que permitió saber que pertenecían a un niño de entre dos años y medio o tres años.

 

Para estudiar mejor el bloque, donde había un amasijo de huesos y de conchas asociadas, se decidió separarlo en dos partes. Así se pudo hacer otra tomografía del cráneo, que se vio que estaba fragmentado debido al peso de los sedimentos, y crear modelos en 3D que permiten moverlos “hacia donde quieras sin que el material sufra ningún daño y además se puede jugar con luces y sombras para encontrar alguno de los elementos que aparecen ahí”. Así se encontró que el cráneo tenía pegada la mandíbula en su posición, con parte del arco cigomático, y se vio que en la base del cráneo estaban también las primeras vértebras cervicales.

 

Al separar los dos bloques se vio que parte de la cara, debido al peso, se había desprendido y desplazado hacia delante, de ahí los dientes desubicados. Reconoce la conferenciante que aquello era como un puzle, en el que todos los elementos se fueron digitalizando por tomografía y escáner de superficie. A las costillas, se unieron también la escápula y el húmero, casi en conexión anatómica y se vio también parte de la cavidad torácica que había mantenido la curvatura.

 

De acuerdo con Santos Ureta, “lo más difícil, pero bonito y divertido, fue hacer el trabajo de ingeniería inversa, haciendo una excavación al revés, para ver qué había ocurrido ahí, y gracias a los dientes se pudo orientar y reposicionar tanto el cráneo como el tórax, las costillas y otros huesos”.

 

En el yacimiento se encontraron también las huellas de lo que habían sido las piernas y ese fue el elemento definitivo que hizo ya pensar que había un niño enterrado. Aparte, se analizaron todos los restos de los sedimentos, se hizo en estudio de análisis químico, se analizaron los huesos para ver su estado de descomposición, la fauna, la industria lítica asociada e incluso se intentó hacer análisis de ADN, aunque las muestras están demasiado degradadas. Con todos los resultados, sumando las imágenes topográficas de antes y después se fue montando cómo debía estar el niño en el yacimiento, algo que se hizo digitalizando un esqueleto de comparativa y se fue posicionando hueso a hueso sobre la imagen.

 

La publicación

El amplio grupo multidisciplinar que estaba participando en el descubrimiento tenía claro lo que veían, pero sabían que hacía falta enseñar lo que se había descubierto.  Confiesa la conferenciante que ella misma conoce sus límites y que necesitaba imágenes especiales, así que contactó con Jorge González García, un amigo suyo de la Universidad del Sur de Florida, en Tampa, para que le diera “una textura especial, una sombra maravillosa”. Le mandó todos los huesos posicionados “con el sexto sentido científico” y él creó las imágenes que permitieran enseñar cómo podía estar en su posición con respecto a la cámara del yacimiento donde se encontró.

 

Explica Santos Ureta que cuando publicas en Nature puedes mandar alguna opción de portada, y bromea que como buena estudiante de Biológicas de la Complutense en los años noventa, “cuando se jugaba mucho al mus”, decidió echarse un órdago y mandó el esqueleto con esas imágenes creadas por González García. A pesar de que es muy difícil que acepten un esqueleto, al final esa fue la imagen portad de Nature, “todo un orgullo, sobre todo por compartirlo con todo ese grupo que firma el artículo”.

 

Y de ese modo llegó a la portada de una revista de gran impacto, y de ahí a todo el mundo, el descubrimiento del enterramiento más antiguo de nuestra especie que se conoce en África. Un viaje en el que nuestra Universidad ha tenido mucho que ver, y que como asegura Cristina Sánchez, vicedecana de Investigación de la Facultad de Ciencias Biológicas de la UCM, “es un orgullo ver a biólogos complutenses hacer investigación de primer nivel”.