LIBROS
Jesús A. Martínez: “El historiador no es un oráculo del futuro ni un juez del pasado”
Texto: Jaime Fernández - 1 feb 2022 14:59 CET
“España, siglo XX. Las capas de su historia (1898-2020)” es el título del libro que acaba de publicar, a principios de 2022, el catedrático del Departamento de Historia Moderna e Historia Contemporánea, Jesús A. Martínez, reconocido por sus investigaciones sobre la historia social y cultural de nuestro país, y en particular de la historia de la edición y de la lectura, a la que ha dedicado varias monografías.
¿Qué puede esperar un lector de su nuevo libro?
Historias de España hay muchas, afortunadamente, y mientras que la mayor parte de ellas tienen una dimensión puramente descriptiva y lineal, este libro nació, en origen, destinado a los alumnos para la asignatura que imparto del siglo XX, la historia de España entre 1898 y 2020, pretendiendo preguntar al pasado, reflexionar y explicar el pasado reciente. He querido trasladar lo que enseño en clase, aunque al final más que un manual es un ensayo con algunas novedades. La primera de ellas es la lógica interpretativa, el marco de comprensión, vertebrado a partir de una pregunta muy recurrente ya desde los regeneracionistas del año 98: “¿Qué es España?”. Esa pregunta me ha servido, de maneras muy distintas, para proyectarla hasta la actualidad, porque si fuéramos capaces, lejos de focos políticos, mediáticos e ideológicos, de proyectar a largo plazo la forma de comprender el país, quizá nos replantearíamos muchas cuestiones de presente. Además, cuando me puse a escribir el libro, durante la pandemia, me llamó la atención que esa pregunta estaba en sintonía con una forma muy diferente a cómo se entiende la nación en el resto de los países europeos occidentales, donde han socializado sus naciones.
¿Cuándo surge esa diferencia entre España y el resto de Europa?
España dejó de seguir la senda lógica y natural de los países europeos occidentales en el último tercio del XIX y los primeros compases del XX, y eso me permite plantear una posible anomalía de la historia de España. Algo que es bien evidente, por ejemplo, desde el propio concepto de la organización del poder o del concepto de la nación, en gran parte porque 49 años de todo el siglo XX nuestro país está bajo dictaduras. Pero la cuestión va mucho más allá de esa dictadura, es el propio concepto de nación lo que difiere, porque mientras en el resto de países europeos occidentales esa idea quedó fuertemente socializada, tejida con procesos como la educación, el ejército, la prensa, los discursos públicos… en España no fue así.
¿Cuál es esa idea de nación que tenemos en España?
Simplificando, con el cambio al siglo XX había dos. Una es la que procede y hereda de buena parte del siglo XIX, que es la idea de nación política, voluntarista, entendida como el conjunto de ciudadanos libres e iguales ante la ley, con el pacto como un alumbrador de la comunidad política, y ahí están las Cortes de Cádiz y el Sexenio Democrático. Frente a eso, está la otra idea de la nación con un concepto esencialista, en donde la nación española tiene valores inmemoriales, esenciales, como un ente orgánico desde la noche de los tiempos y cuyos elementos vertebradores son la monarquía y la religión católica. Esta última idea se impuso en España y continuó a lo largo de todo el siglo XX, a excepción del intento de esa recuperación de la nación cívica, política y laica que fue la Segunda República. Y, el pacto nacional, constitucionalmente considerado, de 1978.
En su libro sostiene que esa concepción esencialista se mantiene en los actuales nacionalismos.
Así es, al interpretar historiográficamente los nacionalismos periféricos, el catalán o vasco. Y si en 2022 seguimos compartiendo las explicaciones que dan los nacionalistas de la legitimidad de sus naciones en términos interpretativos, estamos intelectual y socialmente perdidos, porque estamos haciendo nuestros esos valores esencialistas. En realidad, esos nacionalismos fueron respuestas territoriales de élites del país ante los problemas de la España de la Restauración. En su origen, por ejemplo, el nacionalismo en Cataluña estaba para liderar el proceso de regeneración de toda España. Mi tesis es que ahora, para entender la situación actual de España, no se puede presentar como un conflicto entre España y Cataluña, porque si lo hacemos partimos de presupuestos falsos vestidos con ropaje democrático. Con esto quiero decir que los nacionalismos catalán y vasco son nacionalismos esencialistas, que entienden la supremacía del pueblo sobre los individuos, que creen en ese ente orgánico y vivo que hunde sus raíces en el tiempo y que tiene legitimidad por sí mismo.
¿Eso ha llevado al nuevo nacionalismo esencialista español?
Es evidente que los nacionalismos periféricos cuestionan la idea del pacto democrático y constitucional, y eso ha significado un revulsivo del otro nacionalismo esencialista, que no vamos a llamar español, sino españolista, que había ido languideciendo desde 1978. Todos esos nacionalismos parten de comunidades imaginadas, y los problemas se sitúan en la actualidad en la forma en la que se desenvuelve un Estado democrático, no en un problema entre España y Cataluña.
¿Hay otras características que diferencian a nuestro país del resto?
Hay otra importante, y es que mientras en otros países europeos el enemigo siempre estuvo fuera, en España no, y este es el origen de la historia de los heterodoxos, de la otra España. Los enemigos están en el interior y tienen que desaparecer, es un concepto de nación que crea sus señas de identidad frente al otro, y esta es una de las variables fundamentales para entender muchas cuestiones de la guerra civil y la Dictadura.
¿La guerra civil ahondó todos esos problemas que venía arrastrando nuestro país?
En el libro, y en mis clases, planteo que la falla fundamental de la anomalía es 1936 y no acaba hasta 1977, con la dictadura de Franco o con la dictadura de Franco sin Franco. En 1939 no se habría resuelto ningún problema histórico de España, como esa supuesta fatalidad histórica entre españoles dispuestos a matarse entre sí por ideales de derechas e izquierdas y de forma inevitable. Eso nunca fue así, no había dos bloques en España, sino que el golpe de Estado puso patas arriba el país y entonces sí que vino la dimensión revolucionaria y abrió un contexto de guerra. De todos modos, el conflicto no fue la solución de ningún problema, sino que el problema partió de 1936 y después con un modelo de nacionalismo excluyente, que además buscaba el exterminio de la otra España. Ahora sí había dos bloques: vencedores y vencidos. En nuestro país en aquel momento no había amenazas reales ni de fascismo ni de comunismo, ya que eran puramente marginales, y la gran cuestión desde principios de siglo fue el ejército, en la dimensión corporativa colegiada, en la dictadura de Primo de Rivera, y luego personalizada en el poder con Franco.
¿Por qué es tan relevante el ejército en ese momento histórico?
Desde la crisis del 98, el ejército se ha atribuido la defensa de los valores esenciales de la patria y cuando llega la dictadura de Primo de Rivera supone la confluencia del cetro, el báculo y la espada, que es el elemento vertebrador que va a sostener todo ese concepto de la España esencialista, y eso será así, con las particularidades temporales, hasta 1978.
Frente a otros autores, cifra la Transición de manera muy concreta entre 1977 y 1978, ¿por qué lo cree así?
La Transición no empezó con la muerte de Franco en 1975; ni con el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno en junio de 1976; ni antes de la ley de Reforma Política, que era solamente la octava Ley Fundamental para mantener la dictadura como se había mantenido hasta entonces. La Transición se produce, de manera improvisada, por gentes que están condenadas a entenderse, con algo nuevo que es el pacto nacional, la idea colectiva de que el pacto alumbrador de la comunidad política es el conjunto de ciudadanos iguales ante la ley, no con valores esencialistas, y eso se produce a partir del 15 de junio de 1977.
Con las primeras elecciones generales democráticas.
Ese momento nos exige estudiar la Transición, que hemos convertido en un personaje histórico, y acabar con los tópicos y las simplificaciones como que la democracia la ha traído el rey o la ha traído Suárez. ¿Cómo que la han traído ellos? Juan Carlos I fue muy posibilista, porque si tenía que jurar las leyes del Movimiento para mantener la institución, pues lo hacía, y si tenía que ceder todos los poderes, también lo hacía. Eso es el posibilismo que explica muchas cuestiones de cómo se desenvuelve la Transición. Y lo mismo ocurre con Suárez, que era un posibilista cuyo único objetivo era mantener el poder. En realidad, hay un pacto nacional con cesiones por todos los sitios, por todos los ciudadanos, y en eso consiste la Transición, pero lo fundamental es que se rompe el concepto que estábamos arrastrando de nación esencialista, deja de ser ese ente vivo, orgánico, dividido…y lo hace descansar en la soberanía nacional.
¿El golpe del 23 F fue un intento de volver a ese concepto?
No sabemos muchas cosas del golpe y probablemente nunca las lleguemos a saber. Yo nunca hablo de lo que no tengo información, pero es verdad que últimamente han salido muchas referencias, tesis doctorales y testimonios. El golpe de Estado, tal y como se ha explicado, como un golpe por el descontento del ejército, no se sostiene del todo. Desde antes de la Constitución hubo conspiraciones de políticos, de periodistas, de militares, de empresarios… a los que no les gustaba la forma en la que se desenvolvía la Transición. Y desde que se aprueba la Constitución surgen conspiraciones con salida constitucional, como una moción de censura, así que había un tejido de conspiraciones y, por ejemplo, la crisis de UCD, después de 1978, no es inseparable del golpe de Estado, ni de la dimisión de Suárez. Todo forma parte de un contexto del descontento, o del desencanto, por múltiples posiciones con respecto a lo que se entiende como Transición.
¿Es un periodo histórico un tanto mitificado?
Mucho, y ha habido una apropiación con muy escaso sentido, porque en términos de modelo ejemplarizante, dirigido como un tiralíneas, previsto por elites que se ponen de acuerdo para llegar a un Estado democrático… dejando fuera de la explicación a las condiciones históricas y colectivas que lo hicieron posible, pues no fue así. Pero también están los que adjudican en la actualidad a la Transición los males del país, etiquetándolo “Régimen del 78” e imaginan como les hubiera gustado que se hubiera hecho la Transición, casi sustituyendo a los protagonistas. A mis alumnos siempre les digo que el debate estéril entre subjetividad y objetividad basada puramente en el dato no lleva a ningún sitio, porque los datos pueden ser ciertos, pero los discursos falsos. El historiador no es un oráculo del futuro ni un juez del pasado, así que no se puede plantear si el pasado fue peor o mejor, o cómo lo hubieran tenido que hacer sus protagonistas. Tenemos que evitar juicios de valor, y ahí está la clave y tratar de explicar cómo fueron y porque fueron así.
Aunque un historiador no sea un oráculo sí que puede hacer proyecciones.
Hay temas sobre los que sí se puede intentar. Por ejemplo, con el propio concepto de nación, porque es algo que no existe como tal hasta finales del XVIII y principios del XIX. Las naciones son un producto cultural, así que podemos pensar que tenderán a desaparecer, porque son el acomodo y el producto político y cultural de todos los procesos de desarticulación del Antiguo Régimen. En un contexto global podrá haber una tendencia en que los individuos, en algún momento, dejen de reconocerse colectivamente en términos de nación. Aunque es cierto que vivimos a nivel mundial en un contexto de incertidumbre, sobre todo desde 2008, en el que hay un repliegue nacionalizador, con asuntos como el Brexit o los nacionalismos esencialistas en España.
El libro llega hasta la pandemia de la COVID-19. ¿Cree que, de alguna manera, va a ahondar en esas incertidumbres?
El libro lo terminé en tiempos de pandemia, pero el reto era no cambiar mi perspectiva historiográfica de análisis, y no sustituir las dimensiones sociológicas, politológicas o periodísticas, y que los acontecimientos de presente no me condicionaran. Lo que he pretendido es utilizar el largo plazo para intentar replantearme el presente. El mundo tal y como estaba culturalmente definido, y que procedía de toda esta idea del gran metarrelato de la Ilustración, de todo lo racional, con la certeza de dominar el futuro se ha ido cuarteando desde hace tres décadas, y resulta que la globalización nos ha puesto delante esta disolución de la gran racionalidad explicativa en racionalidades locales. La pandemia ha acentuado el paradigma de la complejidad, de la incertidumbre, y ha desvelado la vulnerabilidad de una sociedad orgullosa y soberbia que creía dominarlo todo, hasta el futuro, dentro de una aldea global. Son incertidumbres postmodernas, que nos han hecho cambiar la comprensión del mundo, incluida la forma en la que se lee y se adquieren conocimientos, es un mundo de voracidad y virtualidad en tiempo real donde todo queda efímero y obsoleto.
En el libro comenta, en relación con esto, que nunca ha habido generación más informada que la actual, pero al mismo tiempo con más dificultad de comprensión lectora. ¿Esto lo detecta en las clases?
Sí, sí. Uno de los planos de análisis a los que les he dedicado más de treinta años de investigación es a la historia de la edición, de la lectura y del libro, de cómo las gentes leen, porque si podemos analizar cómo leen podemos comprender cómo entienden el mundo, sus relaciones con los demás y su percepción de la naturaleza. En los últimos años, en las nuevas generaciones, he visto que se lee mucho, pero es una lectura diferente. En la cultura occidental, de manera tradicional, al leer tenemos una comprensión racional, jerárquica, ordenada, del principio al fin, mientras que ahora, y no sólo por la revolución digital, la forma en la que uno se apropia de los textos es fragmentaria, es efímera, es puntual, y eso rompe la forma de comprensión y coherencia. Esa lectura lleva a otras formas de construcción del conocimiento y de entender el mundo, con mucha información, pero muy poca reflexión sobre ella, sin tiempo para procesar y se va simplemente de titular en titular. Y en el ámbito de la docencia a veces hay alumnos que no me entienden, y es así por la propia forma de construcción del discurso y del lenguaje, e incluso cuando hacen sus exámenes algunos tienen dificultades para construir un sujeto, un verbo y un predicado. Se va rompiendo toda la arquitectura racional de comprensión y es porque muchas veces no entienden lo que están leyendo.