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La escritora y catedrática Fanny Rubio

Fanny Rubio: “Un buen libro te ayuda más que un ansiolítico”

Texto: Jaime Fernández, Fotografía: Jesús de Miguel, Fotografía: Jesús de Miguel - 24 jun 2021 09:07 CET

Fanny Rubio, catedrática emérita del Departamento de Literaturas Hispánicas y Bibliografía y codirectora del grupo de investigación Poéticas de la Modernidad, disfruta tanto de su pasión por la literatura como de los múltiples reconocimientos que le hacen tanto la sociedad como la academia. Esta última, en concreto la Universidad Complutense, la ha seleccionado para dar la conferencia inaugural del próximo curso académico. Y en cuanto a la sociedad, su nombre ya figura en un centro educativo y en una calle de su Linares natal.

 

¿Qué sensaciones le causa que ahora se pueda pasear por la calle Fanny Rubio?

Me plantea una continuidad, porque aquí desde mi ventana de Madrid veo Linares, veo todo el sur (risas). Mucha gente corta y mira hacia otro lado, pero yo tengo siempre la misma perspectiva y en mí la infancia vuelve continuamente, la adolescencia también, los primeros descubrimientos, todo va volviendo… Mi práctica, y mi convicción, es que no se quede nada atrás, y si no regreso físicamente lo hago mental y psíquicamente. En realidad, siempre estamos regresando y cuando veo por la mañana los pájaros en la ventana que van y vienen me pregunto si serán los mismos de ayer.

 

¿Tan fundamental considera esa vuelta?

Sí, sí, estamos volviendo siempre a los mismos lugares y el que no vuelve lo pasa peor, porque tiene muchos más desgarros. La desgarradura de no volver a los lugares que han sido tuyos es brutal. Por ejemplo, la casa en la que nací en Linares está derruida, pero sigue en pie en la que viví. Las dos están en la misma calle y la destruida la veo desde el balcón de la construida, y ese fenómeno ocurre igual con las ideas, porque son sustituidas por unas nuevas, pero luego se vuelve a la esencia de la idea, a la estructura de la primera idea, y no porque no quieras cambiar, sino porque la estructura es vivencial, y la vivencia no pasa nunca. Pasa la anécdota, la crónica, el año cronológico (que es simplemente una manera de ordenarnos), las enfermedades, las personas… Todo va pasando, como decía Juan Ramón Jiménez, pasan árboles, pájaros, mundos, ciudades, cosas, que van pasando y luego vuelven a pasar.

 

Al llegar a su casa nos ha enseñado que en su escritorio tiene una primera edición de la novela La sal del chocolate, que escribió en 1992. ¿Cómo es su relación con sus libros de narrativa, poemas o ensayos? ¿Se lleva bien con ellos?

Vuelvo a ellos cuando alguien me dice que los está traduciendo, entonces regreso para ver si le puedo sugerir algo o aportar un texto que se quedó perdido. Otras veces lo hago cuanto tengo que mandar una bibliografía resumida, que ahora tienen que ser solamente de un folio, así que lo mejor es decir cuál ha sido el primer y el último libro y ya está (risas). También vuelvo a mis libros, por ejemplo, cuando viajo a Alemania, y quiero ir siempre a Dresde, que es el título de uno de mis poemarios. Y cuando veo los olivares de Jaén, siempre recuerdo la novela El dios dormido, que está hecha realmente sobre los olivares de Jerusalén, que bien pudieran ser los de Jaén, porque en la vida se mezclan hasta los árboles, y los naranjos del Golfo Pérsico son iguales que los de Andalucía. Hay quien vive esa mezcla como un caos, pero para mí la fusión es una virtud de los contemplativos, de los que piensan y meditan, eso que, por cierto, está tan mal visto hoy en día, porque parece que hay que ser activo a todas horas.

 

Lleva mucho tiempo sin publicar poesía, ¿tiene pensado hacerlo o dejará un legado enorme de obra poética sin publicar, tipo José Luis Sampedro?

Hace cuatro años publiqué un libro en la Colección 25 poemas de la Fundación Málaga e incluí cinco o seis poemas inéditos. Entre ellos está el que cantó Paco Ibáñez, dedicado al rey Almutamid, que no está en ningún otro libro anterior; otro que le escribí a un compañero hispanista berlinés de Frankfurter Tör, y uno más a Zambrano y Cernuda. Tengo otros inéditos, pero creo que no tantos como José Luis Sampedro (risas).

 

Ha mencionado un poema sobre María Zambrano y Luis Cernuda, dos de los autores sobre los que ha escrito bastante.

En este caso es sobre cómo celebramos los centenarios en España, que muchas veces es un camelo, ya que la relación de nuestro país con la poesía es peculiar. Por ejemplo, yo publiqué mi segundo libro en 1970, Acribillado amor, en la Complutense, con el que obtuve el Premio de Poesía de la UCM. Publicar poesía estaba muy bien, pero no siempre era motivo de orgullo, había incluso compañeros a los que no les dejaban presentar en la bibliografía los libros de poesía que habían publicado. Fue sólo gracias a Dámaso Alonso, investigador y poeta, cuando empezó a cambiar todo, ya desde el antecedente que conmovió a la poesía española en 1944 con Hijos de la ira. Le debemos a Dámaso Alonso y luego a Carlos Bousoño la creación de un Departamento, que fue el mío, en el que se hizo posible que conviviese el poeta docente con el docente a secas, que era el que ganaba siempre la ANECA. Aquello nos dio mucha fuerza, no toda la que hubiéramos necesitado para haber mantenido la doble función de poetas y docentes, pero sí que se ha mantenido al menos durante medio siglo la posibilidad de estar a los dos lados del espejo, que es algo muy importante, porque todo lo creativo se lleva luego a la clase y el alumno recibe dos por el precio de uno. Eso del dos por uno lo decimos medio broma, pero en realidad el alumno se lleva algo que no sabe interpretar, que es la posibilidad de ajustar su propia vida como lector a lo que las palabras encierran, y eso es algo que le va a durar siempre.

 

¿Esa dualidad, entre poeta e investigadora, la lleva siempre a las aulas?

Claro. Yo empecé explicando Medieval, porque no había asignatura de Poesía para mí, ya que fui la última en llegar, y, por ejemplo, al contar La Celestina, llegué al último encuentro amoroso entre Melibea y Calisto, en el que ella dice que quiere cantar, pero él no quiere, luego Melibea dice que venga la criada a traer una colación, a lo que él también se niega, porque lo que quiere es tenerla en su poder. Llega un momento en que hay una pugna, y yo creo que hay una violación, aunque todo el mundo ve ahí el amor y la muerte juntos, en esa gran obra de la literatura universal. Hay amor y hay muerte, es cierto, pero hay también ruptura en la pareja básica, porque ella dice que es quien goza y quien gana, y eso es el final de una batalla campal, es una guerra. Cuando lo explico, pregunto en la clase si eso es amor, y todos dicen que no, y al día siguiente me vienen con las parejas para que lo cuente otra vez (risas). Eso que se da en la clase, el alumno lo capta, aunque es cierto que no está evaluado en los sistemas de control y de acceso a los puestos universitarios tal y como nosotros desearíamos.

 

¿El tema de los poetas docentes va a centrar su conferencia en la inauguración del próximo curso?

Sí, eso es. Voy a hablar primero de Emilia Pardo Bazán, que tenía poemas, aunque no los mostró. Editó Jaime, un libro de poemas dedicado a su hijo y le enseñó a Núñez de Arce los otros poemas que tenía, pero ella era la teórica del naturalismo y no se le podía pedir más. Ya decía Cela que los españoles tienen una idea única de una persona (religiosa, política, sexual…), pero nada más que una. Cambiar eso es una asignatura pendiente de nuestra psiquis delimitativa, pero no porque tengamos ninguna tara, sino porque son muchos siglos de etiquetas que nos han perjudicado muchísimo vivencialmente desde la Edad Media, aunque es cierto que también pueden crear algún valor maravilloso.

 

¿Como por ejemplo?

Si nos fijamos en Sierra Morena, donde han ocurrido muchísimas batallas de nuestra Historia, es un sitio que ha dado lugar a las mujeres de El Quijote, al menos a todas las que son fuertes: Marcela, la más libre; Dorotea, que viaja sola por la noche… Ese frente, donde se han producido guerras desde la Reconquista, ha creado a mujeres maravillosas, porque las grandes dificultades y los infiernos crean paraísos. El protagonista entra en la cueva de Montesinos, que es lo más profundo que hay en el Quijote, y luego llega la carta de amor a Dulcinea que la escribe en el lugar más alto, que es Sierra Morena. Y eso no queda otra que contarlo de esa manera en clase, el alumno tiene que llevarse más cosas que una simple lección sobre las vocales átonas. Yo digo, en plan completamente provocador, que el alumno tiene que salir más inteligente del aula, porque si le dices lo que ya sabe o lo que se ha preparado la víspera, la docencia no tiene sentido. Es como cuando lees un libro, si te cuenta lo que un anuncio de la tele, ese libro no vale nada, porque la lengua es expresión, no es escuela de creación, que eso es sólo cómo se coloca sujeto, verbo y predicado para que vendas un libro. La lengua trata de que la obra que tienes en las manos exprese, y que exprese cada vez más hondo, y así el alumno o la alumna salga liberado de sus tensiones, porque un buen libro te ayuda más que un ansiolítico, desde luego.

 

¿En Sierra Morena es donde Francisca se convirtió en Fanny?

Como Francisca tengo publicado el resumen de tesis doctoral y el pasaporte, pero mis editores no me dejan ponerlo porque es un nombre muy largo y no les cabe (risas). Francisca es un nombre precioso, que significa libertad, y lo de Fanny vino ya desde el colegio, de las monjas, de mi pueblo que tiene muchas fannys, porque las minas de Linares las explotaron las compañías inglesas. También me gusta Fanny, primero porque los editores están contentos, y segundo porque tener dos nombres es maravilloso. Además, no quiero tener uno, quiero tener dos, y me libera muchísimo cuando recibo un correo de un alumno que me acaba de conocer y pone “Tutoría: Francisca Rubio”. ¡Me da una alegría! Me siento respirar, como tener otra identidad que para mí es desconocida. Todo el mundo debería tener dos nombres, y de hecho cuando nos emparejamos los humanos, siempre el enamorado te llama de otra manera para no llamarte como los demás. Te llama “amor”, esa cosa tan cursi, o “niño”, en Andalucía, y que te llamen de otra manera da mucho margen de libertad, es maravilloso (risas).

 

Ha hablado antes de su tesis doctoral, que fue sobre las revistas poéticas del franquismo. De entre todos los libros que ha publicado es el más fácil de encontrar.

Los pelotas dicen que es un hito, y hace poco se ha reeditado en facsímil, que es algo que sólo se hace con los manuscritos medievales. Es alucinante, porque es la primera vez que me han hecho un facsímil, aunque para mi desgracia cuando publiqué ese libro pensaban que tenía ya cien años, así que ahora me deben echar como doscientos (risas). Yo tenía veinte años cuando empecé con ello, pero ya he quedado como autora de este libro, a pesar de todo lo que he publicado después. Haces una cosa, metes el gol y ya a morirte, pero si sigues, porque lo tuyo es tejer, sigues tejiendo y además en registros imprevistos. Antes de la tesis ya había publicado dos libros de poemas, pero es verdad que este país, como hemos dicho antes, sólo quiere tener una idea de las personas. Espero que modifiquemos esas cosas, porque ahora tenemos personas que son locutores de día, médicos de noche, bedeles que hacen humor, otros que van a un circo… Y eso está muy bien, porque las dimensiones del ser humano son variadas, y, por ejemplo, de profesores poetas tenemos montones en la Facultad de Filología.

 

¿Qué sería del mundo sin poesía?

Pues mira, gracias a la poesía ves por qué aguanta Emilia Pardo Bazán que le hagan la faena con la cátedra que consigue y a la que le hacen boicot para que se aburra. ¿De dónde saca fuerzas para salir de allí al Ateneo, a la Institución Libre de Enseñanza…? Pues de los poemas, porque son los que le dicen que está a los dos lados del espejo y sabe perfectamente lo que pasa, cosa que el ensayista no hace, que pasa sus crisis, se suicida o entra en la Academia. El poeta sabe que no pasa nada, y doña Emilia es así; Carlos Bousoño es así; Dámaso Alonso es así; Rafael Morales es así también; y Sabina de la Cruz, la mujer de Blas de Otero; y Carmen Conde, que estaba en los pasillos porque la vetaron y la dejaron sin aula en la universidad.

 

Usted ha estado ligada a la universidad desde sus inicios profesionales, ¿qué le ha aportado la docencia?

Por un lado, tengo unas alas puestas, así que puedo tirarme desde cualquier sitio y aterrizar bien, y por otro lado me ha dado un concepto de lo que es la verdad y la ficción, que es algo que está tan dudoso siempre. La universidad es un laboratorio de ingeniería y en cada esquina de mi espacio alternativo la investigación y la creación se enriquecen la una a la otra, son un poco caníbales, pero al mismo tiempo están unidas en una fusión increíble. La universidad también te pone en tu lugar, en el sentido de que sabes dónde está el poder político dentro de un departamento o de una facultad, y a los profesores nos suele gustar más la sombra que el foco y el estar en la sombra tiene muchísimas ventajas. Te ubicas ahí porque estás en una situación que no permite asaltar los cielos, porque eso lo haces con 18 años que es cuando asaltas lo que sea, hasta la Torre Eiffel, pero cuando ya tienes 22, con una tesis encima, te quedas en la sombra. Eso sí, te quedas con tu laboratorio y te conquistas en ese espacio la mirada del compañero, que es algo muy importante, porque no es el lobo para el hombre, sino que está centrado en lo suyo, seguro en el campo de la creación, manejando creadores todo el tiempo, y sabe perfectamente en qué lugar estás tú y tú sabes en qué lugar está él. Y aunque la ANECA pone a unos delante de otros, nos da igual, porque se crea un compañerismo de impacto, de fuerza. En todo grupo humano hay un reparto de espacios, pero no es lesivo para nadie, es simplemente adaptación a los espacios compartidos, que realmente no son de nadie. Una vez que tienes tu siembra, y eso no le afecta a nadie, se respeta, y ese es un logro de los propios departamentos que respetan la diversidad tanto de género, como de ocupación, de destino, de vocación…

 

Parece que ama usted su trabajo.

Sí, claro, yo soy una trabajadora obsesiva, y me gustaría morirme con la pluma en la mano como Pardo Bazán y como Carmen de Burgos. Dónde mejor que con tu pluma, o con tu boli, aunque sea barato. Hay otros que prefieren estar con su amor, o en su pueblo, en un barco, en un pozo, cada uno tiene su idea, pero para mí trabajar es la mejor estrella que me ha podido tocar. Una estrella que sigo, porque es para mí mi timón, es una estrella timonel.

 

¿Esa estrella la ha llevado al grupo de investigación de Poéticas de la Modernidad?

Más importante que lo mío está dar y recibir. Es como la respiración, te la enseñan tus pulmones, esos grandes protagonistas de la pandemia, que te enseñan que las salidas y las entradas, los ojos de luz o de aire, son tu marca como ser humano. Ante eso no hay bloqueos posibles, no hay cerrojos, no hay cerraduras, sólo salidas y entradas en las que hay un camino que es compartir con otros el acuerdo, al igual que te tienes que poner de acuerdo contigo mismo. Dámaso Alonso peleó por la cátedra de Poesía, que luego la desempeñamos Carlos Bousoño y yo. Ahora he hecho casi lo mismo con Poéticas de la Modernidad y siempre digo que qué suerte que Bousoño me encontró a mí para que yo siguiera con sus papeles y que yo haya encontrado a José Manuel Lucía Megías para darle los míos y compartir doctorandos. Ves cómo siguen, con las personas adecuadas, nuestros trabajos, nuestros libros, nuestros maestros… Y todo siempre en plural, lo nuestro, y no lo mío. Eso es lo importante.