LIBROS
Juan Herrero Diéguez, Premio Complutense de Literatura 2021 de poesía
Texto: Andrea Carretero Sanguino (Programa Alumni / Encuentros Complutense), Fotografía: Jorge del Campo - 28 may 2021 13:36 CET
Juan Herrero Diéguez (Valladolid, 1993) estudió en su ciudad natal el grado en Español: Lengua y Literatura, titulación en la que obtuvo el Premio Extraordinario de Fin de Carrera. Tras cursar simultáneamente el Máster en Estudios Filológicos Superiores y el de Formación del Profesorado, obtuvo un contrato predoctoral FPU al que renunció tras aprobar las oposiciones de Enseñanza Secundaria solo un año después. En la actualidad trabaja como profesor de instituto -como siempre quiso- en el IES Eijo y Garay de Madrid.
En 2019, su poemario Un verano en la orilla del teatro obtuvo el XV Premio Águila de Poesía. Con anterioridad, su cuaderno de poemas “El éxtasis también deja resaca” resultó ganador del Tercer Premio de Poesía Pluma de Cigüeña. En mayo de 2020, su poema “Una ciudad adentro” fue publicado por Pedro Alberto Cruz en su sección mensual “Las razones de la poesía”. En octubre del mismo fatídico año se proclamó ganador del premio del jurado en el certamen "Versos a Benedetti", organizado por la Casa de América con el patrocinio de la Comunidad de Madrid y Visor Libros. Además, durante los últimos meses, su obra A pesar de la lluvia, con la que ha ganado el Premio de Literatura Complutense en su modalidad de Poesía, ya había sido finalista en el VIII Premio Internacional de Poesía José Zorrilla y el VI Premio de Poesía Valparaíso.
A pesar de la lluvia es un cuaderno de notas que quisieron ser poesía. Escrito desde la pequeña aldea de Santa Apolonia, en Guatemala, durante un campo de trabajo y misión en un hogar para niños huérfanos, trata de ofrecer una mirada hacia nosotros mismos y hacia los demás por parte de quien se siente un extranjero ante el sufrimiento y los derechos incumplidos. El poemario se divide en cuatro partes, al igual que cuatro eran los caminos de Xibalbá en el Popol Wuj. Así, los poemas que abren el libro inciden en los primeros testimonios escuchados al llegar al país y descubrir que “cuando la vida es nada y el tiempo es lo que tarda / una bala en rasgar una sábana blanca, / la vida es lo que duran los semáforos rojos”. Por su parte, la segunda sección se centra en el mundo infantil de los niños de Santa Apolonia, que es el mismo mundo que el de todos los niños que sueñan que las estrellas caen de noche al lago, se divierten, estudian o se asustan con el sonido de los truenos sobre un océano de milpa. En la tercera parte, el yo poético se detiene a contemplar las estampas de algunos lugares emblemáticos de Guatemala masificados y explotados por el turismo europeo y norteamericano, como pueden ser la catedral de Chichicastenango, donde se encontró el primer ejemplar del libro sagrado de los mayas; el aeropuerto de La Aurora, al que familias enteras acuden a ver despegar los aviones como si se tratase del mayor espectáculo del mundo; o Semuc Champey, ese lugar en el que se encuentra “la historia de los nombres sin historia: / donde se esconde el río debajo de las rocas.”. Finalmente, el cuarto grupo de poemas supone un acercamiento del yo poético a la visión mítica del mundo propia de las zonas rurales de Guatemala. Estos últimos poemas, breves y escritos en heptasílabos, constituyen un intento de buscar respuestas a las grandes preguntas del ser humano asumiendo una concepción del mundo radicalmente distinta a la que proporciona la herencia cultural recibida, tratando de encontrar aquello que Claudio Guillén denominaba lo uno en lo diverso.
El título de la obra es un juego de palabras basado en el oxímoron con SED, el nombre de la organización que nos brindó la oportunidad de viajar a Guatemala; y es que al final –y a pesar de la lluvia– el libro pretende hablar del dolor desde la esperanza en la bondad de los seres humanos que tan necesaria resulta en estos tiempos, haciendo efectivo aquello de que “No hay límite de espacio para el alma que busca. / No hay límite de tiempo para el viaje que espera / hallar tras la vereda la luz de la penumbra, / el rastro de la huella que habita en el instante”.
¿Cuál ha sido el motivo que te ha impulsado a mandar tu manuscrito a los Premios de Literatura Complutense?
Pues hubo varios factores. El primero es que tenía escrito el libro y de vez en cuando entro en la página de escritores.org, a ver qué se cuece. Vi que el premio venía avalado por una universidad pública y miré los jurados de las anteriores convocatorias. El hecho de que Luis Alberto de Cuenca hubiera sido presidente los últimos años, que siempre hubiera un editor importante y que el jurado se completase con escritores de primer nivel fue determinante. También lo fue que la composición del mismo cambie anualmente, quieras que no eso siempre da frescura y dinamismo a los premios.
¿Ganar este premio te ha hecho plantearte un posible futuro como escritor?
Nunca lo ha hecho y nunca lo hará. Por un lado, me encuentro muy cómodo con mis clases del instituto y no concibo una vida como desertor de la tiza; pero, por otro, también considero que la estabilidad de ser un funcionario público beneficia enormemente la creación: no tengo presiones de ningún tipo, no me siento obligado a ofrecer material nuevo a nadie cada cierto tiempo y, sobre todo, mantengo un contacto con la realidad que creo que es muy beneficioso para la poesía.
¿Qué ha significado para ti ganar este año? ¿Habías participado en años anteriores?
Qué va. De hecho, como te decía hace un momento, ni siquiera conocía el premio. Cuando me llamaron estaba de guardia en la biblioteca del instituto y no lo pude coger, pero como estaba esperando que me trajeran a casa unos libros devolví la llamada por si era la empresa de paquetería. Figúrate qué alegría me llevé. Al final, llevaba un año tratando de mover el poemario sin ninguna suerte por un montón de concursos –no te exagero si te digo que ya había perdido veinte o treinta– y sentía esa necesidad de que al fin viera la luz. Estaba a punto de dejar este libro por imposible, así que el agradecimiento a la organización y al jurado es doble. Sé que es un libro donde deliberadamente asumí todos los riesgos que pude, así que verlo premiado me alegra y me sorprende a partes iguales.
Con la trayectoria docente y académica que has recorrido, ¿qué te llevó a trasladarte a este Hogar de niños huérfanos de Santa Apolonia (Guatemala)?
Necesitaba salir del cascarón. Recién aprobada la oposición, durante mi primer año como profesor, mi pareja, a quien dedico el libro, trabajaba en un colegio marista. Por cierto: la gente no sabe la inmensa labor humanitaria que hacen allí los Hermanos junto con las ONGs SED y Fundamar, así que vaya por delante todo el reconocimiento para ellos, que están donde nadie más está. El caso es que se le presentó esta oportunidad y decidimos irnos juntos a conocer esa realidad tan diferente y a la vez tan igual a la nuestra. Aprendimos muchísimo, hicimos grandes amistades que aún hoy conservamos y fue una experiencia enormemente enriquecedora. De hecho, esperamos volver tan pronto como podamos.
Nos comentas que en un principio A pesar de la lluvia era un cuaderno de notas, ¿qué te lleva a escribir esas notas y en qué momento decides que constituirá un libro de poesía?
Bueno, allí la vida va a un ritmo diferente. Para que te hagas una idea, a las siete de la tarde habíamos terminado nuestras tareas, rezado el rosario, cenado y estábamos en nuestra habitación sin posibilidad de más distracciones que la lectura y un bloc de notas. Al final, aquello se me fue de las manos: apuntaba todo lo que consideraba útil para la memoria del voluntariado, pero también palabras y expresiones absolutamente nuevas para mí, anotaciones acerca de las lecturas en las que iba avanzando… y tres o cuatro meses después de volver aún sentía que el ciclo no estaba cerrado y tuve la necesidad de armar un poemario con todo eso.
Tu obra ofrece un sustrato de intertextualidad que no pasa desapercibido, no solo por los apéndices que remiten a Asturias, Pushkin, Hannah Arendt, José Martí, Zurita o Delia Quiñónez, sino también dentro de los poemas, pues en muchas ocasiones combinas la lengua castellana con lenguas indígenas. A mi modo de ver, aporta una amplitud de significado que proyecta tu obra hacia otros niveles de comprensión que enriquecen el texto enormemente. Para ti, ¿a qué responde esta inclusión de tantos y tan diferentes autores?
Me gusta que los textos dialoguen. Yo empecé a escribir por casualidad, preparándome para el comentario métrico de las oposiciones. Me di cuenta de que retenía mucho mejor si probaba todo lo que iba tratando de retener: dáctilos, troqueos, endecasílabos enfáticos, heroicos, sáficos… Quilis y Paraíso, por no alargarnos más. En fin, que estando en la biblioteca dedicaba la última hora de estudio a escribir para poner en práctica todos esos conocimientos nuevos. Al final, me salió un poemario amoroso cuyos textos decidí enfrentarlos con otros de mi tradición para rebajarle el azúcar y buscarle otros niveles de lectura. Ese fue el origen de Un verano en la orilla del teatro y es un territorio en el que me muevo a gusto: que el poema funcione como una glosa y un libro me lleve siempre al siguiente.
Y, por otro lado, ¿cuál es tu intención, si la hay, para incluir toda esa variedad lingüística?
Como te decía, soy un animal nocturno y meterme a dormir a las siete de la tarde va contra mi naturaleza: en ese viaje me enamoré absolutamente de la obra de Miguel Ángel Asturias (especialmente de sus Leyendas de Guatemala y El señor presidente) y Humberto Ak’abal, un autor maya-quiché cuya poética tiene mucho que ver con cómo concebí la última parte del libro y algunos poemas de la segunda. Además, como siempre, compré todos los libros que pude y así me acerqué también al Popul Wuj y a la obra de Luis Cardoza y Aragón.
Respecto a la intencionalidad de usar ese lenguaje, eso es algo acerca de lo que solo he podido reflexionar a posteriori porque durante el proceso de escritura en mi cabeza no cabía otra posibilidad que no pasase por reflejar ese uso. Si atendemos, como decían los formalistas rusos y más tarde Octavio Paz en El arco y la lira, a que el poema debe presentarnos la realidad como si fuera la primera vez que se percibe, para mí la realidad de Guatemala, sus paisajes, sus gentes, sus costumbres… todo era ya poesía desde el inicio; no hacía falta ponerle ni quitarle nada porque experimenté verdaderamente ese extrañamiento. Además, uno de los poetas que más admiro, Fermín Herrero, es un gran defensor de lo que Flaubert llamaba le mot juste, en su caso aplicado al vocabulario y los giros de un lenguaje rural que está cayendo en desuso. “Donde amapola, di ababol”, comienza diciendo en uno de sus poemas. En realidad, el referente es el mismo, pero ababol era la palabra empleada por los agricultores, para quienes la amapola era una mala hierba que había que eliminar.
Por otro lado, soy muy horaciano y cuando termino de escribir algo, cualquier cosa, se lo mando a una serie de personas de mi absoluta confianza. Una de ellas me dijo que había sabido utilizar muy bien las palabras del léxico indígena como cultismos. La verdad es que ni se me pasó por la cabeza cuando escribí el libro, pero ahí está Umberto Eco y su teoría de la intención del autor, el lector y la obra. ¿Quién soy yo para decir nada si la lectura es válida?
La reflexión sobre la muerte y la multiplicidad de voces silenciadas u opacadas que reivindican su visibilidad de un modo u otro son motivos que atraviesan tu obra y te sitúan en la estela de autores como Zurita o Julio Serrano. ¿Esta toma de posición ha sido absolutamente voluntaria y premeditada o has encontrado ese lugar de enunciación durante el/los ejercicio/s de escritura?
Fue muy natural. Todo lo que hay en el libro es absolutamente cierto, por lo que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Cuando hablo del niño que bailaba la peonza en mitad de la carretera mientras estaba rodeado de coches en marcha, es cierto. Cuando digo que las noticias de asaltos en los buses rojos de Ciudad de Guatemala han perdido el interés general porque no suponen ninguna novedad es cierto también. Lo mismo cuando los niños son las víctimas de los ajustes de cuentas entre las maras o cuando abordo el tema del alcoholismo como uno de los grandes problemas del país.
Ya hemos visto que la presencia de la violencia articula todos tus poemas y el conjunto que todos ellos forman se constituye como una reflexión en torno a los “vencidos” donde además la realidad es vista desde los ojos de los niños, ¿ha sido tu intención hacer una denuncia explícita sobre un hecho concreto o buscas una perspectiva más amplia para denunciar una violencia universal?
Casi te podría decir lo mismo. No creo que la poesía pueda servir para cambiar el mundo, pero sí en el imperativo ético de ponerse del lado del desfavorecido y de dar voz a quienes no la tienen. Lo que pasa es que todo lo relativo a la violencia, el dolor o el grito es muy difícil de escribir. Principalmente porque para mí el hecho de caer en la frivolidad o la apropiación cultural con estos asuntos sería imperdonable –por lo que en algunos poemas obligo al yo lírico a manifestarse desde la perspectiva del otro–, pero también porque el miedo, el dolor y la rabia paralizan y bloquean. Ahí tienes a Angélica Liddell escribiéndole cartas a Dios en Una costilla sobre la mesa. Precisamente, en uno de los textos de ese libro aborda, a propósito de Las siete obras de misericordia de Caravaggio, otro de los temas que me interesaron en A pesar de la lluvia: el hecho de que muchas veces parezca que un acto de bondad sirve para purgar una miseria nos lleva a entender la caridad como algo perverso. En este sentido, no quería ser tan pesimista y utilicé el primer poema, que creo que siempre debe servir para ofrecer alguna pista sobre el libro al que nos vamos a enfrentar, para afirmar la creencia en la bondad, pese a todo.