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Pedro Saura, Premio de la Sociedad Prehistórica de Cantabria

Pedro Saura, Premio de la Sociedad Prehistórica de Cantabria: “Cualquier artista, por poca sensibilidad que tenga, entra en Altamira y piensa que los artistas contemporáneos no hemos inventado nada”

Texto: Jaime Fernández, Fotografía: Jesús de Miguel - 2 feb 2021 12:27 CET

Para un trotamundos como Pedro Saura, profesor emérito de la Facultad de Bellas Artes, que ha rodado decenas de documentales de nuestro planeta, la pandemia y la imposibilidad de viajar se le está haciendo muy larga. De todos modos, 2020 le dejó algo bueno, cuando a final de año la Sociedad Prehistórica de Cantabria le seleccionó para concederle el Premio de Honor en reconocimiento a su trayectoria como fotógrafo y estudioso del arte rupestre paleolítico del norte de España. Un premio que , tras los retrasos por la pandemia, se le entrega finalmente el 18 de junio de 2021.

 

En un año tan difícil, ¿qué tal sienta este premio?

Es muy emocionante, así que estoy encantado de la vida, porque este premio se le da a personas relevantes dentro del campo de la divulgación de la prehistoria, generalmente a prehistoriadores. Yo, de algún modo, me he integrado en ese grupo, en el que algunos me consideran un intruso y otros muchos piensan que soy un colega con todas las de la ley. Lo cierto es que llevo toda la vida divulgando el arte prehistórico y reproduciéndolo, así que podemos decir que es un premio a más de cuarenta años de estudio del arte rupestre desde el punto de vista de los artistas.

 

¿Qué tiene ese arte que tanto le fascina?

Cualquier artista, por poca sensibilidad que tenga, entra en Altamira, por ejemplo, y piensa que los artistas contemporáneos no hemos inventado nada. Aquel autor, con un buril de piedra, con carbones y con sus manos hizo una obra que es impresionante. Pones el techo de Altamira en vertical en ARCO y te cargas el resto de la Feria (risas).

 

Esa visión del arte rupestre, ¿la comparten los historiadores?

Bueno, no todos, porque para algunos el lenguaje del arte les resulta un tanto ajeno. Mi mujer, Matilde Múzquiz, con la que hice muchas réplicas de cuevas, tenía una tía que era profesora del conservatorio, y cuando le enseñabas una partitura la oía. Ese lenguaje de notas y corcheas que para un profano son sólo garabatos, para un músico es mucho más, y lo mismo ocurre con el arte para un artista, por eso cuando entramos en una cueva la vemos desde el punto de vista del que la ejecutó. Te pongo otro ejemplo. Yo he ido tres veces a Ámsterdam, ex profeso, a ver la obra de Rembrandt, y allí veo cómo lo hizo, qué empezó y cómo terminó, por qué esta veladura la hizo aquí, y si pintó antes el verde que el rojo… No lo podemos evitar.

 

¿Conocemos del todo cómo era el proceso de pintura de los artistas rupestres?

El autor de los bisontes de Altamira, por ejemplo, lo primero que hizo fue el grabado, luego dibujó con carbón y luego rellenó el color rojo. Sabemos además en qué sentido trazó las figuras, porque en una superficie texturizada, como el techo de una cueva, tú trazas con un carbón y queda distinto si lo tratas de derecha a izquierda, o viceversa. Matilde se dio cuenta además de que quien pintó aquellos bisontes siguió el mismo protocolo, con lo que hablamos de un artista concreto, no es una escuela, no es un grupo pintando bisontes, era un artista único. Y en cada cueva pinta un artista único.

 

Uno de sus grandes descubrimientos fue la técnica de iluminación de aquellos artistas.

Cuando se descubrió Altamira la distancia entre el suelo y el techo era muy pequeña, y se pensó que si se hubiera encendido una hoguera para pintar el techo estaría lleno de hollín. Como no había nada se llegó a la conclusión de que aquello se había hecho con lámparas normales y no era auténtico. Hay historiadores que al descubrir huesos en las cuevas con pinturas han asegurado que comían mientras pintaban, pero eso es imposible, porque o pintas o comes, porque cuando te enfrascas en una pintura te olvidas de la comida, o en todo caso sales con los colegas a la boca de la cueva a comer. Entonces la pregunta que nos planteamos es por qué hay huesos rotos deliberadamente al pie de muchas pinturas. Teníamos claro que era para pintar, y lo primero que pensamos es que aglutinaban los pigmentos, el óxido de hierro, el carbón, con el tuétano de los huesos, pero probamos y no funcionó. El tuétano, cuando está a la temperatura de la cueva es como si fuera tocino, duro, y eso disolverlo para mezclarlo con los pigmentos en casi imposible. Lo calentamos, se convierte en aceite, echas el pigmento, y al minuto, a los 13 o 14 grados de la cueva, se queda otra vez pastoso, como si fuera mantequilla dura, y no hay forma de extenderlo, y menos en una roca húmeda, así que para pintar no valía ese tuétano. Nos planteamos entonces si sería para iluminar, así que hicimos con la arcilla de la cueva un pequeño cuenco, metimos una mecha de hierba seca de fuera, la empapamos en tuétano, prendimos fuego y eureka. Ahora ya todo el mundo habla de las lámparas de tuétano, pero los primeros que hicimos una y la probamos fuimos nosotros, hace ya treinta o treinta y cinco años.

 

En ese tiempo, junto a Matilde Múzquiz, ha hecho tres réplicas de Altamira, una para Japón, otra en Asturias y la última la “neocueva”, la réplica completa. ¿Ha ido modificando la manera de hacerlas?

En realidad todo ha sido un aprendizaje, pero el protocolo ha sido siempre el mismo: agua, óxido de hierro para el rojo, carbón para el negro y nuestras manos. Y una cosa muy importante, que siempre tuvimos muy claro, es que el soporte tenía que ser piedra caliza, como el original, y con la misma textura, grietas, volúmenes, todo exacto, porque en caso contrario no queda igual.

 

¿Tanto se nota la diferencia?

Sí, la verdad es que si. Trabajé siete años de dibujante en el Museo Arqueológico, a las órdenes de don Martín Almagro, catedrático de Prehistoria de la Complutense, no el hijo que ahora es académico, sino el padre. Cuando yo iba a alguna cueva con él, a hacer los calcos, le insistía en que las paredes no eran rectas y que si se aplica un plástico transparente para hacer el calco con rotulador, lo primero es que se machaca la arcilla y se puede destruir el grabado, y lo segundo es que cuando se adapta el plástico a la superficie y luego se extiende, la figura es otra. Todos esos trabajos están hechos en soportes tridimensionales y nosotros los llevamos a bidimensionales, y de esa manera no es posible.

 

¿Cómo se fotografía todo eso para que no pierda esa tridimensionalidad?

Es muy complicado, por ejemplo, los grabados, que a veces se han hecho con un buril que es una puntita de piedra, y han pasado 15.000 años, ya se han patinado y tienen el mismo color que el soporte. Lo primero que me interesa para hacer una buena foto es saber si el autor era diestro o zurdo para ver dónde colocar la luz, porque mi objetivo cuando fotografío el arte prehistórico es conseguir la visión del artista, y para eso hacen falta flashes con baterías, trípodes, paraguas… Todo eso para estar dos horas poniendo la luz, que sea polarizada para quitar los brillos y obtener una buena imagen. He ido creando un protocolo propio y, por ejemplo, yo jamás he llevado planchas de poliespán para rebotar luz, porque eso se degrada y contamina la cueva.

 

Aparte de técnica, ¿cuánto tiene de emoción su trabajo?

Yo diría que todo, es un trabajo continuo de estar enamorado del arte rupestre. ¿Te imaginas lo que sería entrar en el estudio de Velázquez cuando estaba pintando Las Meninas, o recién terminado de pintar, cuando ya se ha ido el pintor? Pues eso es lo que siento en una cueva rupestre, que me coloco justo donde fueron pintadas, con la misma humedad y la misma temperatura. Es un santuario y a mí me emociona cada vez que entro en una cueva, aunque la haya visitado cien veces, porque estoy viendo al artista.

 

Acaba de hablar de Las Meninas, sobre ese cuadro hay muchísimas interpretaciones sobre qué es exactamente lo que cuenta el cuadro. ¿Sobre el arte rupestre hay también ideas divergentes?

En los últimos años se han empezado a tener en cuenta las opiniones de los diferentes especialistas, porque las publicaciones de Prehistoria de hace unos treinta años eran muy pobres, tal que: bisonte en negro que mira hacia la derecha, mide 85 centímetros… Ahora importa mucho más el saber cómo lo hizo, el progreso que siguió, qué hizo antes, si era zurdo o diestro... De todos modos, sigue habiendo un problema con la clasificación de las diferentes técnicas, que están clasificadas según el tipo de talla de las puntas de piedra, de tal modo que dicen que un tipo de talla se hacía sólo así en el Solutrense, sin plantearse si alguien lo hacía antes o después, a pesar de que ese periodo duró 8.000 años. Por ejemplo, ahora mismo está la gente del MIT y la de Papúa Nueva Guinea en el mundo y al mismo tiempo, así que hace falta ser un poco más flexible y no encasillarlo todo.

 

Ya que sale Papúa Nueva Guinea, usted realizó allí algunos de sus reportajes fotográficos y documentales más célebres. ¿Queda algo de aquella sociedad que usted conoció?

Fui a Nueva Guinea por primera vez en 1983 y me tiré seis meses allí solo. Ya era profesor, de hecho acababa de ser nombrado profesor no numerario, los conocidos como penenes, y le dije a la decana que me habían propuesto una serie de documentales de un mundo que desaparece. La condición que me puso para guardarme la plaza fue que me sustituyera algún profesor y dar luego una serie de conferencias sobre mi trabajo. Me sustituyó Joaquín Perea, a quien le di mi sueldo a cambio, pero no dudé en irme porque eso es una cosa que te ofrecen una vez en la vida. Allí me encontré con la Prehistoria viva e hice un trabajo fotográfico y cinematográfico que enseguida vi que iba a ser mi tesis. Volví luego en 1985, en 1988, en 1991 y en 1994, pero no me atrevo a volver, porque habrá cambiado todo, de hecho me dicen que ahora en la capital de Nueva Guinea se celebra algo equivalente a los coros y danzas de la Sección Femenina de la época de Franco, donde van las tribus y montan allí un espectáculo para turistas. Yo he fotografiado, sin embargo, ceremonias reales de armisticio, después de estar dos tribus guerreando durante seis o siete años, donde me miraban pensando de qué bando estaría yo.

 

Hablando de bandos, al principio de la entrevista mencionaba que hay quienes le consideran intruso y los que le consideran colegas en esto del estudio de la Prehistoria. Seguro que uno de esos que le consideran colega es Juan Luis Arsuaga, como se ve en su aparición en el libro que ha escrito con Millás, “La vida contada por un sapiens a un neandertal”. ¿Cómo fue aquella colaboración?

Arsuaga y yo nos conocimos hace más de veinte años y desde entonces hemos sido muy amigos, así que un día, mientras trabajaba en la cueva de la Covaciella, con la tesis de Raquel Asiaín, me llamó y me dijo que si podía pasar por allí con Millás. Covaciella es una de las últimas cuevas descubiertas, está en Cabrales tiene una galería preciosa con cuatro bisontes dibujados y grabados en negro. Tras concederme el permiso para que vinieran Millás y Arsuaga, Millás apareció con un chaquetón tres cuartos, su fular, su sombrerito… Como si fuera a inaugurar algo en el Palace (risas). Se quedó impresionadísimo, totalmente fascinado, pero yo pensé que no íbamos a salir en el libro, aunque luego estábamos allí, con nombre y apellidos.

 

Ese libro es un gran ejemplo de divulgación, ¿cree que esa es también una característica fundamental de todo profesor?

Hace muchos años me enteré de que a los profesores universitarios en Estados Unidos se les llamaban animadores culturales, me pareció una banalidad, pero en realidad no está tan mal, porque lo que hace un buen profesor es entusiasmarte por el conocimiento. Toda la vida llevamos diciendo que hay profesores que saben mucho y no son capaces de transmitir, y profesores que más o menos se defienden, pero te lo transmiten. Yo casi prefiero lo segundo.

 

¿Cómo se considera usted como profesor?

A mí me han dicho de todo, hasta que soy como el de “El club de los poetas muertos”, porque un día estaba alborotada la clase y me subí a la mesa (risas). No sé cuántos profesores podrán decir esto, pero llevo 39 años como profesor y nunca he tenido ningún problema con ningún alumno, y eso que he sido duro, porque tengo fama de ser muy divertido, pero también de exigir mucho.

 

Después de todo lo que ha hecho en su vida, ¿echa de menos algo?

Tengo dos asignaturas pendientes, una de ella es hacer un libro con mi experiencia y mis fotos en Nueva Guinea sobre ese mundo que ya no existe. La otra es hacer algún libro más de arte rupestre con fotos artísticas, porque al menos en España hay muy pocos de esos.

 

La Sociedad Prehistórica de Cantabria

En Cantabria hay más de setenta cuevas decoradas del paleolítico y Pedro Saura las conoce casi todas. Nos cuenta que, en concreto, en el pueblo de Puente Viesgo hay un monte muy significativo, piramidal, que, “además ya en la prehistoria debía ser un punto de referencia para los cazadores, tiene más de cuarenta cuevas, y de ellas, cuatro están decoradas, y una de ellas es uno de los yacimientos paleolíticos más importantes del mundo, porque estuvo ocupada durante 150.000 años seguidos, que es la Cueva del Castillo”.

 

Cuando empezaron a excavar la cueva estaba tapada, colmatada, y allí se han encontrado restos desde el Paleolítico Inferior, antes de los neandertales, hasta cerámicas medievales. En ese yacimiento se empezaron a celebrar hacia el año 2000 unas conferencias y a raíz de eso se creó la Sociedad Prehistórica de Cantabria.

 

El premio que se entregará a Saura el 18 de junio consiste en una reproducción en bronce de un bastón decorado, una de las piezas encontradas en la Cueva del Castillo, que está tallada en asta de ciervo y que tiene, a su vez, un ciervo grabado.